Septiembre
suele ser el mes en el que se me acumulan los compromisos anteriores al verano
y las tareas pendientes, en general. Es inevitable, por mi parte, y empiezo a
entender que a otras personas les debe pasar igual... Puesto que también se les
ralentizan los proyectos que tenían conmigo. Una sigue escribiendo,
corrigiendo, ideando y planificando, mientras salen las cosas.
Y
leyendo.
1.- En
el nombre del cerdo, de Pablo Tusset.
Este
libro me lo prestó una amiga y se ha tirado unos meses en la lista de lecturas
pendientes. Igual que «a todos los cerdos les llega su San Martín», a todos los
libros apilados les llega su momento especial. Y vaya, me ha pillado el final
del verano con ganas de una historia de psicópatas.
He
disfrutado mucho de esta novela contextualizada en el cambio de milenio, con un
comisario a punto de jubilarse, que no desea quedarse pasado de moda y, poco a
poco, se va planteando ciertos cambios y transgresiones. Algunos con el permiso
de su señora, ante la que le sale una vena muy entrañable.
Me
encanta cómo están construidos los personajes y cómo se dan las interacciones
entre ellos. La relación entre T y Suzanne podría haber incurrido en tópicos,
en cuanto Tomás se va de la lengua y le confiesa a su enamorada sus traumas de
la infancia, atreviéndose a hablar de cosas que tiene muy enterradas. De no ser
porque el Inspector Jefe de la Brigada Central de Homicidios le saca media vida
y dos maneras diferentes de analizar las cosas.
Me
gustan, también, el humor ácido que lo impregna todo, el contraste entre el
Comisario y el agente encubierto y las múltiples referencias musicales,
culturales, sociales y literarias, que ayudan a encuadrar la historia en el
tiempo.
Mención
aparte merece el pueblo ese extraño y misterioso, del que solo se intuye que ha
de estar enclavado en una zona pirenaica. La variopinta parroquia, el ambiente
ofuscado, la endogamia, las leyendas locales... Por momentos he regresado a mi
primer verano en una aldea perdida del Bierzo Alto, donde he pasado algún que
otro verano.
2.- Cinco
panes de cebada, de Lucía Baquedano.
Otro
de pueblos dejados de la mano de dios. Salgo del ficticio San Juan del Horlá
y me adentro en Beirechea, Navarra. Este libro lo cogí prestado de mi
herbolario de confianza, que es de confianza no solo por lo bien que me atiende
la propietaria, sino por ese cesto lleno de libros para todos los gustos que me
recibe nada más entrar.
Siempre
me ha cautivado el hecho de que un personaje sea sacudido de su contexto habitual,
para demostrar su capacidad resolutiva. Le aporta la ventaja de vivir más vidas
de las que le tocan a quien se atrinchera en su zona de confort. Es ahí cuando
se ponen a prueba su valía, sus habilidades. Y más en una profesión como la de
maestra.
Me
gusta cómo se retrata esa desconfianza típica de quien llega a un sitio que no
conoce y, a la vez, de quien recibe a su alrededor a alguien que no conoce. Ese
esfuerzo que deben hacer ambas partes por respetarse, conocerse, ayudarse,
entenderse... Está bien reflejada la voluntad de la joven maestra, que tiene
muy presente su infancia y tira de sus recuerdos para empatizar con su alumnado
pero, por encima de su vocación, se deja ver todo el tiempo el deseo de sentirse
útil.
Por
otra parte, pese a que la obra tiene ya más de 30 años, esta cuestión de los
maestros rurales sigue estando vigente. Se retrata una época en la que la
tendencia era irse a la ciudad a prosperar, mientras que ahora hay una retirada de las
ciudades; una vuelta a la vida tranquila y natural.
3.- La
insoportable levedad del ser, de Milan Kundera. Traducción de Fernando de Valenzuela.
Recuerdo
ver este libro anunciado por doquier, cuando era muy chica. Por aquel tiempo,
no tenía muy claro el significado del concepto “levedad” pero, el título me
conquistó. Desde entonces, han sido muchas las personas que me han recomendado
esta lectura. Y, en unas de esas donaciones altruistas que hacemos los
integrantes del Club de las Letras de Santa Fe, apareció un ejemplar. De modo
que me lo pedí.
Entiendo
perfectamente por qué me han hablado tan bien de esta historia: cuenta con un
narrador que parece que lo sabe todo –no solo en cuanto a lo que a sus
personajes se refiere, sino sobre la vida, en general– y con referencias
constantes a la mitología y a la filosofía, así como al psicoanálisis.
Kundera
se muestra como el perfecto observador. Su historia sirve de excusa para
cuestionar los preceptos de la religión. Las situaciones que describe mediante
las interacciones de sus personajes, no son más que una manera de ayudarse a
reflexionar sobre lo cotidiano. Algo tan mundano como las relaciones entre
hombres y mujeres sirven de base para hacer un exhaustivo análisis social,
político y filosófico de la vida. Muy necesario, por cierto, en esa época de
represión intelectual que, como artista, le tocó vivir tras la invasión soviética a la antigua
Checoslovaquia. Así, deja constancia de las secuelas del socialismo
inmovilista, de la Primavera de Praga, del exilio, de la degradación de un
cirujano hasta convertirse en limpiacristales... Y los lectores se cuestionan
desde la perspectiva de sus personajes, todas las posibilidades que se plantean
–y las que no– como alternativas a cada final.
4.- «Elevamos sueños/Maldito escalón»,
microrrelatos seleccionados de los Premios IASA 2015-2017. Editado por IASA ASCENSORES.
Lo
vi por la Biblioteca de Santa Fe y recordé que yo participé en la edición de 2017. Al leer a todos los finalistas de cada convocatoria, me doy cuenta que
unos sintagmas dan más juego que otros. Al menos, me da la impresión de que los
microrrelatos quedan más limitados y pobres, en general, si están condicionados
por un sintagma con connotaciones negativas, en comparación con los que
utilizan un sintagma que bien podría ser una promesa o un hermoso recuerdo.
Y
es que la condición para participar en el certamen, en ambas ediciones, era que
en el texto apareciese el sintagma dado.
5.- Rosa
candida, de Auður Ava Ólafsdóttir. Traducción de Enrique Bernárdez.
La
primera lectura del Club de las Letras de Santa Fe prevista para este curso.
Una de las compañeras nos puso los dientes largos al decir que ella ya había
leído el libro este verano y que la autora había sido un gran descubrimiento
para ella. Corroboro que yo también me he quedado con ganas de más.
Si
bien es cierto que el libro presenta ciertas particularidades en la escritura –marca
de la casa–, de manera que, a veces, junta dos ideas en la misma frase, las
descripciones resultan fuera de lugar, o existe cierta confusión entre lo que
dice un personaje y lo que responde otro, la historia es muy curiosa: un joven
apasionado de la jardinería, se lanza a la aventura de intentar resucitar la
mítica rosaleda de un famoso monasterio con el objetivo de entretenerse en
hacer lo que mejor saber hacer, a la vez que reflexiona sobre su situación personal.
Envuelto entre plantas, se siente cerca de su difunta madre, y trata de definir
cómo percibe su reciente paternidad y la relación con la madre de su hija, con
la que no sabe cómo relacionarse.
Me
ha encantado el personaje principal, Arnljótur, un joven islandés de 22 años que piensa
constantemente en la muerte, el cuerpo y las plantas, según confiesa él mismo.
Sus ideas, no obstante, van ampliando el cerco, según conversa con el padre
Tomás, hasta que terminan centrándose en la familia, su responsabilidad como
padre, el amor, la compañía. El muchacho habla latín y parece que está viajando
por el sur de Europa, según lo que cuenta. Describe con precisión su tierra, su
invernadero, todo lo aprendido gracias a su madre y la rosaleda del monasterio,
pero en ningún momento da ninguna localización, ni referencia histórica o
cultural.
El
libro, que ganó cinco premios entre 2008 y 2011 –y resultó finalista en otros
tantos– es un gancho en la mandíbula a las historias dramáticas. Casi con un
planteamiento de novela juvenil, la autora cuenta lo preciso, según se le pasa
al protagonista por la cabeza, directa y honesta. Tan carente de adornos como
de cargas emocionales innecesarias, expone situaciones de gran crudeza
contrapuestas a una ternura permanente, como la que destilan las conversaciones
telefónicas con su padre, o las rutinas con su bebé.
Esto ha sido todo. ¡Gracias por pasarte a leer!
Es posible que en dos semanas tenga alguna noticia que dar...